Por Emilia Santos Frias

Parecería que olvidamos o desconocemos las sabias exhortaciones de la Sagrada Escritura: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”, como nos indica Éxodo 20:12. Quizás hemos dejado de lado que “hijos somos y padres seremos”.

Conscientes de que, el alma de nuestra madre y de nuestro padre es inmortal, es indudable que físicamente algún día no estarán con nosotros. Ya sea por su partida o por la nuestra. Por tanto hoy y ahora es preciso amarle, honrarle, aportar, no quitarle.

Este juicio es un desahogo al creciente maltrato, que observo ejerce la población adulta hacia sus envejecientes progenitores, a quienes casi siempre descuida; obliga a realizar los trabajos del hogar: el más fuerte de todos. Además, le constriñe por comodidad, “empanada en la seguridad que nos prodigan”, a cuidar nietos y nietas, una responsabilidad que no es suya; ya cumplieron con criarnos a nosotros. Sin mencionar la brecha generacional y digital, que hace más difícil la formación de abuela-abuelo a nieta-nieto.

Nuestros adultos mayores no están para vivir eternamente postrados a merced de los caprichos y abusos de sus hijos e hijas. Eso es crueldad y hasta esclavitud. Es castrarlos a su libertad, y esta realidad ya demasiado común, casi cotidiana en nuestra sociedad, vista casi siempre en familias disfuncionales, carenciadas socialmente.

A nuestra madre y padre, les estamos negando el derecho a vivir en paz, su etapa como adultos mayores, envejecientes y ancianos. Para que disfruten de recreación; tiempo libre para lo que deseen; cumplir metas que no alcanzaron mientras crecía su familia primaria; gozar de óptima salud; regocijarse en el silencio del nido vacío; emprender, viajar…

Quienes hoy tenemos la inmensa satisfacción y enorme responsabilidad de ser madre o padre, además del gran reto y oportunidad que nos dio la vida, para que sembremos positivamente en la generación Millennials, debemos ser más agradecidos, más humanos con nuestros abuelos y abuelas.

Nuestras madres y padres, ameritan que le garanticemos bienestar; alegría; que no acortemos sus años en la tierra, al cargarle nuestras responsabilidades, necesidades y angustias, porque acomodarnos en ellos; por no crecer como seres humanos, o por dejarles a ellos el timón de la familia que hemos engendrado y que debemos liderar. ¡Eso no es justo!.

Muchos integrantes de la Generación X (nacidos entre 1960 y 1980), hoy madres y padres de Millennials y Centennials (nacieron entre los años 90 y 2010), ¡cometen estos abusos!

Nuestra Constitución desde sus artículos 55 al 58, es enfática, y prevé la protección de la familia: sus integrantes menores de edad; personas de la tercera edad o envejecientes, así como, de quienes poseen alguna discapacidad o capacidad distinta.

Pero, en cuanto al tema que hoy nos convoca, precisa, que: “La familia, la sociedad y el Estado concurrirán para la protección y la asistencia de las personas de la tercera edad y promoverán su integración a la vida activa y comunitaria…”.

Qué Dios nos de entendimiento para que mediante la protección de los derechos de las personas envejecientes, podamos honrar el legado de valores universales, costumbres positivas y la crianza que nos ofrecieron nuestras madres y nuestros padres. Sin dudas, respetar los derechos de la población envejeciente es honrar la impronta que nos legaron.

“Nadie sabe lo que tiene hasta que no lo pierde”, dice el dicho popular. Procuremos no perder a una madre, a un padre, por causa de nuestras irresponsabilidades; mal manejo de nuestro rol de hijo o por someterle a sacrificios y vejámenes. ¡Es nuestro deber cuidar ahora, de nuestros hijos e hijas y de nuestra madre y padre!

“Madre solo hay una”. Por lo que, si ser responsable implica sacrificios, ¡sacrifiquémonos!. Bien dice mi progenitora, nuestra generación: “cría tan bien, que cría mal”, refiriéndose a que, al gestionar y ofrecerse a nuestros vástagos mucho de cuanto no tuvimos, descuidamos aspectos de gran relevancia como los afectos, educarlos en valores, para que sean útiles socialmente; para servir, para respetar…, bienes que nos fueron inculcados y que hoy, parece lo hacemos a un lado, y por eso, somos parte de las problemáticas que tiene nuestra sociedad. ¡La desidia de la juventud es una de ellas!.

Hagamos un mea culpa y seamos garantista, podemos hacer ciudadanía social poniendo en práctica lo que nos sugiere la Ley 352-98, acerca de la Protección de la Persona Envejeciente, las que: “no pueden ser perjudicadas en sus derechos fundamentales por negligencia, explotación, violencia, ni podrán ser castigadas o víctimas de cualquier atentado, sea por acción u omisión’.

:Él y la envejeciente tienen derecho a permanecer en su núcleo familiar. Su familia deberá brindarle el cuidado necesario y procurará que su estadía sea lo más placentera posible…; al descanso y al esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas, culturales y deportivas apropiadas para su edad y a participar libremente en la vida cultural y social del país”.

En fin, nuestro deber es garantizar su derecho a la dignidad; permitir que se sientan útiles, no instrumentos, no esclavos; que puedan también vivir su vejez en paz y felicidad, aportando desde su inmensa sabiduría, pero de manera altruista; genuina, no por imposición. Recibiendo de sus hijos e hijas el amor que esparció…, la vejez es también tiempo de cosecha y de florecer en cada primavera.

Hasta la próxima entrega.

La autora reside en Santo Domingo, Rep. Dom.

Es educadora, periodista, abogada y locutora.