No ha habido ningún funeral en Catedral, ni se decretaron días de duelo. Ninguna autoridad ha declarado, siquiera por rubor, consternación ante la inmensa tragedia en la que por lo menos 52 dominicanos perecieron el fin de semana anterior en el naufragio de la yola en la que transportaban sus sueños de progreso hacia los Estados Unidos, vía Puerto Rico.
Tampoco se proclamó un alerta general ni se movilizaron aviones ni helicópteros cuando al amanecer del sábado 4 de febrero se produjo el naufragio ahí mismo, saliendo apenas de la bahía de Samaná, del que se supo en pocas horas por las habilidades de algunos que lograron sobrevivir, que serían en total 13. Como se afirma que la yola llevaba más de 70 hombres y mujeres, se presume que las víctimas fatales serían cerca de 60.
Lo más desgarrador fue cuando la tarde del miércoles la marea arrojó hacia la costa 23 cadáveres ya descompuestos, y dirigentes comunitarios y la pobre alcaldía del municipio tuvieron que hacer una colecta para proporcionar combustible a las yolitas de pescadores que protagonizarían el rescate. Depositados en fundas plásticas, sin fotografías que permitieran identificarlos, esos despojos humanos fueron rápidamente depositados en una tumba colectiva.
La tragedia de la bahía de Samaná retrató de cuerpo entero tanto la miseria como la insensibilidad de la sociedad dominicana que sigue empujando hacia el mar a muchos de los que quieren salir de la pobreza y las privaciones y que lo venden todo o se endeudan ellos y sus familias para correr la aventura de las yolas, a través de las cuales decenas de miles han realizado sus sueños. Pero no se sabe cuántos los han hecho naufragar para siempre.
El Centro Bonó fue tal vez la única institución que dio una mirada profunda al drama de Samaná con una declaración titulada “No dejemos que nos sigan empujando al mar”, con la que no sólo condena a quienes por comisión u omisión permiten el impune y millonario tráfico de indocumentados, sino que también desentraña sus raíces en la pobreza que según la CEPAL afecta al 47.8 por ciento de la población nacional, con casi 20 por ciento de indigentes.
Lo peor es que no son los indigentes los que asumen la aventura de las yolas, sino los desesperanzados, los que no se conforman con el chiripeo, los salarios de sobrevivencia y las boronas en forma de fundas, cajitas o tarjetas para mantener la pobreza. A menudo se van y se mueren los que muestran más empeño en salir adelante, los de mayor energía, dejando aquí los conformistas, los deprimidos y los reducidos a vivir de limosnas políticas.
Hemos desarrollado una gran insensibilidad y vemos esas tragedias como inevitables, como simple consecuencia de la irreflexión, aunque sabemos que el negocio deja cientos de millones de pesos cada año y ha sido fuente de grandes acumulaciones. Contradictoriamente es el millón de dominicanos y dominicanas emigrados en las últimas cuatro décadas, el que mantiene la estabilidad de la economía nacional. Sin los tres mil millones de dólares que remesan cada año, el naufragio hubiese sido total.
Hagamos un responso por estos náufragos, y expresemos solidaridad con sus acongojados familiares, pero acogiendo el llamado del Centro Bonó a no permitir que nos sigan pisoteando el presente y el futuro, “exigiendo el cumplimiento de la ley y el pleno ejercicio de los derechos, luchando por un país de oportunidades equitativas para todos y todas”.-