Entre los grandes acontecimientos de los últimos años hay que ponderar el creciente protagonismo de la juventud dominicana que cada día con más entusiasmo está levantando las banderas de lucha por la creación de una nación de firmes bases institucionales, éticas y morales, donde quepan todos los sueños de justicia y solidaridad por los que tantos han dado la vida, desde los fundadores de la República.
Como en todas las etapas de la humanidad y en todos los escenarios nacionales, son los jóvenes, y de la clase media, los que han encarnado las luchas frontales por la libertad, por la justicia, por la solidaridad humana. Con arrojo, entusiasmo, cantando y bailando en las calles, desafiando a los portadores de las inequidades e iniquidades.
Ellos son los más arrojados cuando su formación intelectual les motiva a plantear nuevos estadios de convivencia, porque se resisten a aceptar lo obsoleto y apestoso, porque se sienten arquitectos de su propio destino y responsables incluso de la suerte de los que son víctimas de la ignorancia, de la manipulación, de la dependencia de los poderes establecidos. Liberándose ellos contribuyen a liberar a los demás.
Los jóvenes de las clases medias, los estudiantes, los nuevos profesionales y activistas sociales y culturales son la sal y levadura de las sagradas escrituras, sin cuya acción responsable no hay progreso social. Jesús de Galilea dividió la historia humana y fue crucificado a los 33 años. Duarte y los trinitarios eran muchachos cuando emprendieron la independencia. Mandela era estudiante cuando inició la lucha contra el apharteid. No se conoce revolución alguna que no fuera obra de los ímpetus juveniles.
Jóvenes fueron los que se enfrentaron a la tiranía de Trujillo y regaron con su sangre generosa los surcos de donde habría de brotar el árbol de la libertad y la reivindicación de la dignidad nacional. Tras la liquidación de la tiranía fueron los muchachos los que encabezaron las jornadas de lucha y aquella generación de los sesenta empezó a cambiar el país. No lograron asentar los mayores sueños sobre las astas nacionales, pero sembraron semillas e impidieron la restauración de la dominación absoluta.
En algún momento de los ochenta-noventa los hijos de la generación de los sesenta-setenta como que recogieron las banderas. Muchos renegaron de las luchas de sus padres, considerándolas estériles, otros se asimilaron al sistema establecido y los más, rechazando el desorden de nación que heredaron, llegaron a la convicción de que su felicidad dependía de encontrar asiento en “los países civilizados”.
Por esa ausencia la nación dominicana se ha mantenido en la adolescencia institucional, en la anomia social y en niveles de pobreza que avergüenzan, entre los últimos ocho de los 34 países del continente y en los últimos escalones de las evaluaciones de la educación, la seguridad y la salud, así como en el liderazgo universal en corrupción, malversación de lo público, falta de transparencia y de ahorro.
Por múltiples razones, entre otras porque se van cerrando las fronteras migratorias, la juventud dominicana ha hecho consciencia de que este es el único lugar en donde no son extranjeros, que tienen una responsabilidad con sus ancestros, que no podrán prosperar con un sistema político tan inicuo.
Hay que alentar la emergencia juvenil y dejarle suficiente espacio para que generen los nuevos liderazgos que necesita esta nación. Con la conciencia de que todas las luchas importantes son de largo aliento, que tienen que enlazar sus banderas con las de los sectores populares y las juntas comunitarias. Incluso con miles de jóvenes militantes de los partidos que se han ido formando en los últimos años con la esperanza de que les permitan construir un sistema político acorde con los mejores sueños de la sociedad dominicana. Sin sobrepasarse ni dejarse manipular, pero aprovechando las circunstancias, el movimiento juvenil tiene que fortalecerse para transformar las nación. Son muchos más los que tienen que sumarse. –