El comunicado publicado esta semana en los diarios por el Consejo Nacional de la Empresa Privada (CONEP) demandando del Congreso Nacional la aprobación de la largamente discutida ley de partidos y la adecuación de la legislación electoral al nuevo orden constitucional es alentador por cuanto implica una toma de posición del alto empresariado por el fortalecimiento de la institucionalidad democrática nacional, que anda de tumbo en tumbo después de un par de décadas de avances significativos.
No es la primera vez que la organización cúpula del empresariado manifiesta preocupación por el rumbo institucional y democrático de la nación, pero a decir verdad son muy prolongados sus silencios, justificando a quienes plantean que carece de una visión amplia del fundamento del desarrollo y el progreso, que tienen una vocación marcada por plegarse al presidencialismo en aras de intereses coyunturales de los grupos dominantes o por temor a que los políticos les evidencian vulnerabilidades.
El CONEP se ha sumado a quienes demandan una legislación que regule los partidos políticos y que haga eficiente el sistema electoral en aras de la estabilidad democrática de la nación. Recuerdan el largo periodo de debate, 15 años, de la ley de partidos y los mandatos de la Constitución promulgada hace año y medio.
Expresa convicción de “la importancia que reviste para el fortalecimiento institucional de nuestro país y de nuestra democracia la aprobación de una adecuada y robusta legislación que norme la vida interna de los partidos políticos y que coadyuve a su fortalecimiento y estabilidad institucional”. Abogan por mecanismos institucionales de supervisión y transparencia indispensables “para asegurar el equilibrio verdaderamente democrático que debe prevalecer en un sistema político representativo como el que garantiza nuestra Constitución”.
La realidad es que la degeneración del partidismo político sustenta un sistema de corrupción, clientelismo y rentismo que consume una alta proporción de los recursos nacionales, a lo que han concurrido importantes intereses empresariales y neo-empresariales que acumulan en sociedad y complicidad con los actores políticos. El resultado es un sistema de vulnerabilidades, donde “to e to y na e na”, lo que mantiene políticas y modelos insostenibles y acaba conspirando contra la inversión privada, el crecimiento económico y la estabilidad de la nación.
Los que tienen más que perder deben ser los que inviertan más energías y recursos en la promoción de la cultura democrática, en el fortalecimiento de las instituciones y en la prevalencia de reglas claras y transparentes que no estén sujetas a los mezquinos intereses de quienes controlan los poderes públicos y prefieren el desorden, que sólo cuando caen en la oposición son partidarios de las normativas.
Precisamente por la precariedad institucional no se le puede pedir al empresariado que haga oposición frontal a los intereses coyunturales de gobierno, pero por lo menos se debe esperar un mayor compromiso con grupos y entidades sociales que promueven la institucionalidad democrática.
Cada vez son más los sectores económicos que entienden que no habrá prosperidad ni estabilidad sin fuertes instituciones democráticas, sin partidos sometidos a normas y principios éticos, a la transparencia y la rendición de cuentas. Son los que han impulsado entidades como la Fundación Institucionalidad y Justicia, el Centro de Estrategias Económicas Sostenibles o el Movimiento Participación Ciudadana. Pero estas entidades han dependido más del financiamiento de instituciones internacionales que de las nacionales.
El empresariado dominicano debe apostar por la institucionalidad democrática, en la que tendrá que invertir mucho más que hasta ahora. Sobre todo porque en los últimos años las instituciones internacionales han sacado el país de sus objetivos, unos porque creen que hemos progresado mucho, y otros porque se cansaron de invertir sin ver suficientes resultados. Porque el proceso de reformas ha sido muy lento y sufre de reversiones incomprensibles.