Cuando se leen las informaciones sobre el estilo y las normas de austeridad y transparencia que están imponiendo los nuevos presidentes de Brasil y Uruguay, Dilma Rouseff y José (Pepe) Mujica, lo menos que se siente es envidia y deseos de vivir un proceso similar.

El diario El País de Madrid daba cuenta el miércoles pasado de cómo la novísima presidenta brasileña está imponiendo su propio estilo de austeridad, eficiencia y aprovechamiento del tiempo, con una reingeniería del gobierno, distante aún de su antecesor y propulsor, el presidente Lula Da Silva, aunque éste concluyó sus dos períodos de gobierno con una aprobación del 80 por ciento.

Brasil se cuenta ya entre las diez mayores potencias económicas del mundo, todo un continente al que no le falta ninguna riqueza natural, pero la presidenta ha establecido reuniones ministeriales los viernes para evitar que los altos funcionarios se apropien de ese día laborable y ha impuesto un régimen de austeridad destinado a reducir la malversación de lo público con severas normas de ética y limitaciones en el uso de automóviles y aviones del Estado.

La presidenta da ejemplo de austeridad personal, de puntualidad y dedicación al trabajo, evadiendo los discursos y apariciones en público con la única excepción de una visita a la región afectada por inundaciones que han cobrado cientos de vidas.

Uruguay es un país mediano, pero que aparece en los primeros escalones en todas las evaluaciones latinoamericanas en educación y salud, seguridad, respeto al orden y la institucionalidad democrática, y en distribución equitativa del ingreso. Pero su presidente Mujica se empecina en seguir trasladándose en un cepillo volswaguen de los ochenta, en el que llegó al palacio de gobierno, lo que ya fue un adelanto, porque años antes había acudido a ocupar una curul de senador montando una motocicleta.

Se dirá que Dilma y Pepe son exguerrilleros que no quieren aceptar las normas que imponen el protocolo y la seguridad. Pero es mucho más que eso, quieren ser coherentes con lo que predicaron desde sus organizaciones revolucionarias y respetar la memoria de los miles de compañeros que vieron caer en las luchas contra las dictaduras militares que resultaron tan caras al cono sur latinoamericano en las décadas de los setenta y ochenta.

Mujica aceptó ponerse un saco para su juramentación presidencial, pero no ha dejado de ir casi solo a los restaurantes y cafeterías donde frecuentaba antes de llegar al poder y nadie se atreve a dejar de pasarle  la factura correspondiente o a pagarle una cuenta.

Nada de eso le ha impedido establecer un régimen moderno, ni abrirse al capital nacional y la inversión extranjera, ni adoptar medidas innovadoras para promover una mayor y más equitativo desarrollo y mejorar las posibilidades de competir en el escenario internacional.

Seguramente que muchos dominicanos considerarán que esos estilos son radicales, casi imposibles de materializar en un país como éste tan cerca de Europa y de Estados Unidos. Aunque la verdad es que los funcionarios norteamericanos y europeos son verdaderos monjes al lado de los nacionales, en salario, gastos discrecionales, malversación de los recursos estatales, viajes, vehículos y demás facilidades.

En octubre pasado estuve sólo un día en Montevideo y salí con envidia de aquella capital que parece detenida en el tiempo, por su singular limpieza y orden institucional y legal. Alguna vez volveré a pasar unas vacaciones para vivir intensamente el ambiente de renovación real y autenticidad que ha impuesto Pepe Mujica.-