Los tantos que creen que el auge de la criminalidad y la consiguiente inseguridad en el país se deben al “garantista” código procesal penal, o a que la pena máxima está limitada a 30 años de prisión, deben leer acerca de la “teoría de las ventanas rotas”, desarrollada por dos cientistas sociales norteamericanos, James Wilson y George Kelling, en los años ochenta cuando Nueva York estaba asediada por el crimen.
Comenzó en el sistema de transporte subterráneo que era el lugar más inseguro de aquella ciudad. Los cientistas siguieron los experimentos del profesor Phillip Zimbardo, de la Universidad de California, que había originado la teoría de que si se rompe el vidrio de una ventana en un edificio y no se repara, pronto la gente lo verá como normal, se romperán otros y pronto el edificio devendrá en una ruina.
Hacía años que el metro newyorkino era una ruina con enormes pérdidas. Sucio, ruidoso y malolientes, tanto las estaciones como los vagones. Calor horrendo en el verano y frío glacial en el invierno. Las máquinas de boletos dañadas y muchos entraban sin pagar, arrojando pérdidas. Reinaba allí la ley de la selva, por lo que la tasa de criminalidad del subterráneo duplicaba las del resto de la urbe.
La conclusión fue brillante. Reparemos todas estas ventanas rotas para imponer un nuevo orden. No comenzaron reprimiendo ni aumentando penas, sino limpiando, pintando, cambiando vagones deteriorados por otros con aire acondicionado y calefacción, colocando nuevas máquinas, multiplicando la vigilancia con policías eficientes y bien pagados. Entonces se elevaron las multas para el que se metiera “de chivo” o ensuciara y se habilitaron estafetas para pagarlas.
El resultado fue ”milagroso”. La gente reparó también su comportamiento y de un año a otro las tasas de criminalidad en el metro cayeron abruptamente. Fue entonces que el alcalde Rudolph Guiliani reprodujo el método en toda la urbe y empezó a reparar ventanas, edificios y barrios enteros de la ciudad y mejoró la policía hasta establecer su autoridad. Cosechó también una extraordinaria reducción de la delincuencia y Nueva York recuperó la seguridad.
Es lo que tenemos que hacer en la República Dominicana. Reparar todas las ventanas rotas de nuestro edificio social y no perdernos en consideraciones falsas. Antes muchos creían que el auge de la delincuencia era importado de Nueva York por los dominicanos deportados, lo que logramos disipar apelando a las estadísticas. Sólo son una ínfima minoría de los delincuentes. Esta sociedad genera sus propios criminales, en su inmensa mayoría sin salir del país.
Si por dureza de penas fuera, aquí la policía ha matado cuatro o cinco mil delincuentes y presuntos delincuentes, incluyendo muchísimos inocentes, en los últimos quince años, sin darle siquiera oportunidad a defenderse. Y la criminalidad alarma cada semana más. Son pocas las sentencias de 30 años que se dictan, por lo que el problema no está en ese límite.
Nuestra incapacidad para reparar las ventanas rotas es obvia cuando se discute si tenemos que comprar tecnología o perros amaestrados para impedir que los presos tengan celulares en las cárceles. Asumimos que no tenemos autoridad en capacidad para lograrlo. Porque los custodios los incautan para venderlos de nuevo o alquilarlos a los mismos prisioneros. Y en vez de ampararnos en los códigos, se plantea que ignoremos las garantías que establece la misma Constitución.
Tenemos que comenzar a reparar todas las ventanas rotas del edificio social, comenzando por la Policía y las Fuerzas Armadas, a imponer la ley en las calles, a trancar siquiera una parte de la corruptocracia nacional, a respetar el patrimonio público, a reducir los signos exteriores de riqueza mal y bien habida. Si autoridades civiles y militares, gobernantes y políticos de todos los partidos son ladrones y asaltantes, no habrá razón para que los cientos de miles de jóvenes sin oportunidades respeten las reglas del juego social dominicano.-