A medio siglo de la gesta histórica del 30 de mayo de 1961 resulta banal discutir si la nación ha avanzado o se encuentra estancada, tanto en el desarrollo material como social e institucional. Debe ser muy difícil identificar una sociedad que no haya dado pasos de avance en cincuenta años.
Lo que sí resulta relevante es determinar cuáles son los rezagos, en qué aspectos nos hemos estancado y por qué no logramos avanzar tanto como debimos, por ejemplo en el desarrollo humano, habida cuenta de que generamos riquezas que debieron permitirnos colocarnos en mucho mejor posición y no figurar entre las diez naciones de mayores carencias entre las 34 del continente americano, según los indicadores del desarrollo humano de las Naciones Unidas.
En una de las cuestiones básicas que este país no ha avanzado es en erradicar la cultura trujillista autoritaria, excluyente, implacablemente violenta, de sumisión y resignación, cultivadora de la apropiación del Estado mediante todo género de corrupción y del presidencialismo y el continuismo en el poder.
Una prueba de que aún sobrevive la cultura del trujillismo es que hay abundante espacio para discutir las supuestas bondades de una tiranía que desde su inicio y durante 31 años impuso su dominio a base de asesinatos, individuales y masivos, que violentó todo el código de los derechos humanos y políticos, acomodando el orden institucional a los propios intereses, que convirtió el país en una finca privada, que se apropió hasta de las mujeres, vírgenes, casadas y hasta viudas de sus propias víctimas.
No había que haber vivido esa era para comprender los niveles de oprobio y opresión, de humillación y expropiación que conllevó por parte del tirano, de su numerosa familia y de sus asociados más serviles, entre los cuales se destacaron gran parte de los intelectuales de la época, doblegados, comprados y pagados con parte de lo que se apropiaba a la sociedad en su conjunto.
Todavía es frecuente escuchar loas a la “modernización del país”, a los avances en infraestructuras y al desarrollo material de la sociedad dominicana, como si Trujillo hubiese gobernado uno o dos períodos de cuatro años. ¿Qué nación latinoamericana no registró grandes transformaciones y modernizaciones entre 1930 y 1961?, sin tener que pagar el precio de opresión y humillación que se impuso a los dominicanos.
La justificación de niveles de corrupción que nos hacen campeones mundiales, la prevalencia del criterio de que al poder se llega para apropiarse de lo público y para quedarse, son expresiones de la cultura trujillista. Baste señalar que en los cincuenta años del post trujillismo sólo dos hombres, Joaquín Balaguer y Leonel Fernández, nos han gobernado por 33 años, es decir en dos terceras partes, y aún han pretendido más por encima de la institucionalidad democrática, mientras Juan Bosch, el verdadero padre de la democracia dominicana, sólo pudo hacerlo por siete meses.
La ejecución sin piedad de los violentadotes del orden, sea político o social, llámense Manolo Tavarez, Francisco Caamaño o los palmeros, hasta hace poco el asesinato político generalizado, y todavía la ejecución cotidiana de delincuentes o supuestos delincuentes, o de cualquier infeliz que intente escapar de una cárcel, son prendas del más acendrado trujillismo.
Muchas de esas prácticas son todavía “justificadas” y aplaudidas por amplios sectores de esta sociedad, incluyendo a religiosos y creadores de opinión. El aprovechamiento del Estado pervive hasta en la cultura popular.
Rindamos tributo a los héroes del 30 de mayo esforzándonos por erradicar los rasgos sobrevivientes de la cultura de dominación y perversión de la tiranía trujillista.-