La siempre acechante muerte nos dio un zarpazo esta semana cuando nos arrebató sin el menor preaviso al eterno guerrillero Hamlet Hermann Pérez, poniendo una nota de desconcierto, inmensa desolación y tristeza en todos cuantos le trataron y apreciaron en él un combatiente por las mejores causas de la sociedad dominicana, transitando su propio camino, inconmensurablemente orgulloso y relevantemente digno.
No hay que mitificar la figura de este ser humano, que como todos tuvo sus imperfecciones, y aún en sus mayores virtudes llegaba a la exageración, a veces persiguiendo fantasmas y extremando purezas que podían llegar a la descalificación absoluta de aquellos que consideraba débiles.
Pero el balance humano de Hamlet es hermosamente positivo: su abnegación en la lucha por la independencia y el desarrollo nacional, su disposición al sacrificio, la coherencia con los principios que sustentaba, la fidelidad con el legado de los que entregaron la vida tratando de alcanzar las utopías de los sueños solidarios, su desprendimiento y honradez personal.
Desde los días finales de la tiranía de Trujillo, Hermann fue un combatiente por la libertad, en el movimiento Catorce de Junio, en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, en la revolución constitucionalista donde se forjó una concepción ideológica profundamente anti-imperialista, hasta su compromiso con la aventura revolucionaria del 1973 del héroe de la resistencia a la invasión norteamericana de 1965, el coronel Francisco Caamaño.
Cuando le tocó ejercer una función pública, como creador y primer director de la Autoridad Metropolitana del Transporte fue un ejemplo de verticalidad, eficiencia y honestidad, inflexible en el cumplimiento de su deber, desafiando demonios y originando tempestades. Cuando percibió señales de desviación, renunció al órgano directivo del partido que empezaba a rendirse ante el poder.
Como a tantos revolucionarios de los sesenta lo conocí en las lides universitarias, pero el contacto personal se inició cuando lo entrevisté en México, después que sobreviviera a la inmolación del puñado de valientes del desembarco de Caracoles en 1973, junto a Claudio Caamaño. Con ambos reconstruimos los pormenores de aquella gesta, en varias páginas del diario Ultima Hora, donde entonces trabajaba.
Intrépido, Hamlet se adelantó a la amnistía política de 1978 con la complicidad del general Omar Torrijo, en cuyo avión se apareció para la juramentación del presidente Antonio Guzmán. Yo entonces dirigía el diario El Sol y nos unió la defensa de sus derechos ciudadanos como la de todos los presos políticos y exiliados. Me convirtió en editor y prologuista de su primer libro Caracoles, la Guerrilla de Caamaño. No pude convencerlo de que cobráramos más de un peso por los 80 mil ejemplares que se imprimieron.
El guerrillero de la montaña se convertiría en guerrero de la palabra y deja un legado de una decena de libros que le permitieron alcanzar estatura de escritor, de investigador histórico, siempre aferrado a los principios políticos originarios, sin dar tregua a la mediocridad ni caer en la resignación Fue refractario al acomodamiento y no hacía concesiones ni cuando lo buscaban de consultor para proyectos relativos al reordenamiento del tránsito, que fue una de sus últimas pasiones.
Hamlet levantó el paragua amarillo en su casa frente al Palacio Nacional clamando junto al pueblo por el 4 por ciento del PIB para la educación y no permitió que ningún general le izara aquella bandera. Hace poco ofrendaba botellas de agua fría a quienes llegaban a su vecindario en cadenas humanas contra la corrupción.
La intempestiva muerte de Hamlet Hermann lidiando en el caos del tránsito urbano que pretendió vencer, en plenitud física que le elogiábamos sus amigos, cuando teniendo 80 y 81 años parecía en los setenta, no dejó de ser una ironía, para él socarrón, burlón, que todavía dedicaba dos horas diarias al ejercicio y la natación.
Recordaré siempre cuando lo convencí de que escribiera una columna en El Sol del final de los setenta. Con él y Ramón Colombo compartíamos muchas aficiones, entre ellas la devoción por León Felipe, el poeta español-mexicano del éxodo y del llanto. La titulamos “Con las riendas tensas”, tomándole prestado uno de sus versos emblemáticos: “Voy con las riendas tensas/y refrenando el vuelo/pues lo que importa no es llegar solo y de prisa/sino con todos y a tiempo”.