Hoy no puedo evitar el escribir este artículo en primera persona, tratando de interpretar la frustración y la pena que han sentido cientos de miles de dominicanos seguidores del béisbol al saber la forma en que terminó uno de nuestros más grandes ídolos deportivos de todos los tiempos, Manny Ramírez.
Más allá de sus indiscutibles logros deportivos, de sus récords, con 555 jonrones, promedio de bateo de 312 y 1,831 carreras impulsadas durante 17 temporadas en el béisbol de más nivel del mundo, Ramírez ha sido también un representante de la diáspora dominicana, pues llegó adolescente a esa extensión del país que es el Alto Manhattan de Nueva York.
Se ganó jugando béisbol más de 200 millones de dólares y hasta donde conozco siguió siendo el muchacho retozón que una vez los ejecutivos de los Medias Rojas de Boston trataron de persuadir de que en la temporada muerta dejara de juntarse en las esquinas del barrio con la muchachada dominicana para abonar con cervezas las raíces de su dominicanidad.
Manny fue uno de los más grandes beisbolistas latinoamericanos de todos los tiempos y seguramente figura entre los cien más grandes de ese deporte. Y no sería justo que se lo atribuyéramos al uso de esteroides, pues hasta hace poco era generalizado en ese deporte al punto que se afirma que más de un centenar dieron positivo cuando en una temporada se hicieron pruebas generalizadas. Y a más del 90 por ciento eso no les significó el éxito del dominicano.
Durante años defendí a Manny de las embestidas de muchos colegas que no lograban respetar su timidez, porque rehusaba entrevistas y figureos, aduciendo que él hablaba con el bate. Es más yo disfrutaba de su sencillez y pedía que se respetara su decisión y carácter.
Sin embargo, fue grave que Ramírez diera positivo a esteroides para aumentar rendimiento en la temporada del 2009, cuando ya estaban prohibidos y sancionados. Casi imperdonable que se repitiera este año para terminar tan penosamente una carrera tan grande de éxitos y dejar desolados a sus admiradores.
Una triste expresión de la facilidad con que los dominicanos creemos que podemos burlar cualquier norma, aquí y en otros lugares del mundo, razón por la cual son nacionales una alta proporción de los jugadores que en los últimos años han sido sancionados por uso de esteroides, en las grandes y en las medianas ligas.
Manny ha sido víctima también de las dificultades de los dominicanos para aceptar el implacable límite del tiempo y retirarnos con dignidad hasta para dar paso a nuevas generaciones. Otro de nuestros grandes, Sammy Sosa, pasó dos años mendigando una nueva contratación cuando ya era obvio que habían concluido sus años de gloriosas hazañas.
Y por ahí anda Pedro Martínez aferrado a la posibilidad de volver al escenario del que hará dos años quedó virtualmente excluido. El, que con su tremenda inteligencia y arrojo deportivo concentraba como ningún otro las emociones y el orgullo nacional en cada lanzamiento en la década del noventa y principios de este siglo. Alguien debe convencerlo de que se retire con toda la gloria que acumula, sin exponerse a nada.
Justo en estos días falleció una reputada jurista, jueza de la Suprema Corte de Justicia, cuyas fuerzas físicas se le habían acabado hace tiempo, sin que tuviera el valor de acogerse al retiro digno que merecía.
En días de tristeza hay que recurrir al Eclesiastés para reconfortarnos: “una generación se va y la otra viene, y la tierra siempre permanece. El sol sale y se pone y se dirige afanosamente hacia el lugar de donde saldrá otra vez… Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol. Un tiempo para nacer y un tiempo para morir. Un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar lo plantado…”