JUAN-BOLIVAR-DIAZEl invierno de este año apenas pudo reducir el flujo de los cientos de miles de asiáticos y europeos que cruzan y muchos dejan la vida en el Mar Mediterráneo, para tocar las puertas de Europa, reclamando alguna participación en el bienestar construido en este mundo con el aporte de todos. Y desde que asoma la primavera se eleva el oleaje humano volviendo a disparar la alarma en el continente europeo.
Es natural y comprensible que las naciones desarrolladas se empeñen en establecer límites a la masiva “invasión”, que parece una venganza histórica de la que varias de ellas protagonizaron durante siglos en lo que hoy se conoce como tercer mundo, y de la que derivaron tanta riqueza, que muchos consideran fue fundamental para su apogeo.
Lo más conflictivo es que esa migración y las políticas para contenerla generan conflictos internos, con discursos de estigmatización y exclusión de ciudadanos europeos y norteamericanos descendientes de inmigrantes, constituyéndose en un círculo vicioso, al disparar radicalismos y fundamentalismos en sus propios territorios y a nivel universal, caldo de cultivo de un terrorismo que nadie puede justificar por las deudas históricas de la esclavitud, la sobreexplotación de recursos naturales y los repartos políticos del tercer mundo. Pero que los traen de nuevo al tapete.
Lo que se proyecta es ominoso y demanda de un gran liderazgo con capacidad para enfrentar los graves desafíos, como el que emergió tras la segunda guerra mundial, cuando la creación del estado de bienestar, impulsado por el temor a la expansión del comunismo, fortaleció y sustentó las llamadas sociedades occidentales.
El problema es muy complejo y profundo, pues lo que lo genera no es otra cosa que la extrema desigualdad que se ha apoderado de este mundo después del final de la guerra fría que, si bien nos mantenía al filo de la confrontación total, contenía los extremos del mal reparto de los bienes y hasta prometía solidaridad con los más desposeídos de dentro y de fuera de los templos del bienestar.
Los datos que revelan recientes estudios internacionales como los de Oxfam, avalados en un informe conjunto, por la Comisión Económica para América Latina, indican que este mundo del sigo 21 es insostenible, y que no habrá seguridad para nadie. Que los fundamentalismos de diversas manufacturas, alimentados por la extrema desigualdad, nos mantendrán a todos en ascuas.
Lo datos están ahí: el año pasado sólo 62 personas poseían la misma cantidad de riqueza que la mitad de la humanidad, es decir que 3 mil 600 millones de seres humanos. Y la concentración se incrementa a velocidad de rayo, en 44 por ciento en sólo cinco años. En el 2010 los que concentraban esa proporción de la riqueza eran 388.
Visto de forma más amplia, el 1 por ciento de la humanidad, es decir unos 72 millones de personas, usufructúan más riqueza que el 99 por ciento restante, nada menos que unos 7 mil 128 millones de seres humanos. En lo que va de este siglo la mitad más pobre de la humanidad sólo ha recibido el 1 por ciento de la riqueza generada, mientras el 50 por ciento de la misma ha ido al bolsillo del 1 por ciento más privilegiado.
Así, con esa extrema desigualdad reproductora de pobreza, desesperación y sed de venganza, no habrá seguridad para nadie en este mundo, por más que se aceiten las maquinarias de la represión o la contención. La injusticia ls inequidad y la iniquidad es tan descomunal, que muchos no quieren verla y apuntan a soluciones erradas, que agudizan las contradicciones.
Si en verdad fue Dios que hizo este mundo, tendrá que apresurarse a provocar su modificación, antes de que la inmensa tragedia del acaparamiento abata esta civilización.-